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El Cártel del Primo

Sepa La Bola
Claudia Bolaños

Cuando el poder judicial se contamina, la corrupción deja de ser un síntoma y se convierte en un sistema.

El caso del exfiscal de Aguascalientes, Jesús Figueroa Ortega, es un ejemplo alarmante de cómo la justicia local puede transformarse en una estructura paralela al crimen organizado. Durante años, Figueroa operó con el blindaje de su cargo, su parentesco y su influencia política, construyendo lo que los propios funcionarios del estado llaman ya “el Cártel del Primo”.

Una investigación reveló lo que por años fue un secreto a voces: una red financiera que movió más de 478 millones de pesos entre cuentas personales, empresas fachada y transferencias trianguladas, con recursos presuntamente extraídos de la Fiscalía estatal, la Universidad Autónoma de Aguascalientes y el ISSSPEA.

El dinero público —el de las víctimas, el de los contribuyentes, el de los trabajadores del Estado— terminó en las manos del fiscal que debía combatir la corrupción.

El modus operandi era tan burdo como eficaz: su sobrino, Aarón Elías Cruz Figueroa, fungía como operador y prestanombres. Con su firma se movían millones de pesos en cuestión de horas, entre cuentas de familiares, subalternos y empresas inexistentes. Las investigaciones indican que las ganancias se disfrazaban en notarías, constructoras y consultorías fantasma. Todo, bajo la cobertura del fuero, del silencio y del miedo.

No es un caso aislado. La captura de las fiscalías locales por intereses políticos o criminales ha sido una constante en los estados. Los ministerios públicos se convierten en escudos de impunidad, las notarías en instrumentos de lavado y las redes familiares en corporaciones del delito. Por eso la respuesta presidencial de Claudia Sheinbaum durante una mañanera no fue un gesto menor.

Al pedir a la Fiscalía General de la República (FGR) atender la denuncia, y al instruir una revisión nacional de notarías públicas, Sheinbaum marcó un precedente: el Estado no puede tolerar que la corrupción se institucionalice detrás de un escritorio con sello oficial.

“Que actúe la Fiscalía”, dijo, con la prudencia de quien entiende que la autonomía del Ministerio Público no puede ser excusa para la impunidad.

El mensaje fue claro: el combate a la corrupción no puede depender de las fiscalías locales, muchas de ellas cooptadas por los mismos grupos que deberían investigar. La revisión que encabezará Ernestina Godoy, ahora consejera jurídica del Ejecutivo Federal, es una oportunidad histórica para auditar las notarías, donde durante décadas se ha legitimado el desvío de recursos, la falsificación de documentos y la transferencia de propiedades a nombre de prestanombres del crimen.

En Aguascalientes, Jesús Figueroa Ortega sigue siendo notario. Despacha desde la Notaría Pública número 72, el mismo despacho donde —según las carpetas de investigación— se escrituraron propiedades a supuestos operadores del Cártel de Sinaloa y del Cártel Jalisco Nueva Generación.

La pregunta que se impone es obvia: ¿cómo pudo un fiscal que usó la ley para enriquecerse seguir representando al Estado?

La respuesta es tan vieja como el sistema que lo permitió. Porque en México, durante años, la corrupción no se castigó: se legalizó. Se convirtió en trámite notarial, en transferencia bancaria, en sello oficial.

Hoy, que el caso ha llegado hasta Palacio Nacional, el desafío no es sólo procesar a un exfiscal corrupto, sino desmontar la red que lo sostuvo.

Si la FGR actúa y las instituciones federales rompen con esa cadena de complicidades, Aguascalientes podría convertirse en un símbolo: el lugar donde la justicia dejó de ser negocio y volvió a ser servicio público.

De no hacerlo, “el Cártel del Primo” será apenas otro expediente que duerma en un archivero más de la impunidad mexicana.